Mi querida farmacia

Recuerdos y anécdotas, antes de que se me olvide, más…

La farmacia es como ya platiqué el lugar donde prácticamente nací pues llegué allí teniendo escasos diez meses (El Niño de la Farmacia). La farmacia estuvo en el lado norte del predio de La Huerta de Morelos, sobre la Av. Morelos. Yo me imaginó que mi abuela Rebeca influyó o propuso adaptar el espacio necesario una vez que mi papá terminó su Licenciatura como Químico Farmacéutico, contó con el área de farmacia propiamente, rebotica y bodega. Tuvo dos cortinas metálicas pesadísimas al frente y en la rebotica tuvo una ventana, en la parte trasera había una puerta que comunicaba con la huerta. Originalmente se llamó Nuestra Señora de los Remedios cuando fue fundada en julio de 1957 y en los últimos años se acortó a Los Remedios. Durante todos los años que operó, siempre estuvo presente una imagen de esa virgen, la cual aún conservo y quizá es una de las pocas cosas por las que siento un gran apego por todo lo que representa.

Aunque dormíamos en la casa de Matamoros (hasta 1970, año en que murió mi abuela Rebeca), luego en otra área en la parte trasera de la Huerta de Morelos y finalmente en nuestra casa que mi padre acabó de construir por allá de 1979 ó 1980; la farmacia fue para mí mi casa por los primeros dieciocho años. Fue mi sala de juegos, el lugar donde hacia mis tareas escolares, el gran laboratorio donde aprendí muchas cosas, el punto de reunión de la familia, el punto de entrada para cualquier visita de familiares y amigos. Fue mi espacio, a pesar de estar abierto al público, durante poco más de cincuenta y cinco años.

Los primeros años fueron difíciles pues además de que mi papá se estaba dando a conocer como farmacéutico, la farmacia estaba muy alejada del centro, en las afueras de la ciudad. Mi papá recordaba frecuentemente que el pronóstico de todos sus amigos y conocidos era que terminaría cerrando en unos cuantos meses. Así empezó todo, surtiendo tres recetas el siete de julio de mil novecientos cincuenta y siete, como se puede ver en el libro “Copiador de Recetas” original en el cual se anotaba la prescripción surtida.

Al principio cuando no había para comprar un corral para bebé, mi madre me ponía dentro de una caja de madera en la que se recibían los medicamentos y sustancias para elaborar los medicamentos. Al inicio los medicamentos eran elaborados en la propia farmacia con base en fórmulas magistrales (prescritas por el médico tratante) y oficinales, los cuales fueron reemplazados por medicamentos de especialidad farmacéutica (patente), hasta llegar a los medicamentos actuales.

Aquí crecí hasta tener dieciocho años y aunque a partir de esta edad estuve fuera de Oaxaca por treinta y cinco años, mi lugar preferido para estar durante mis vacaciones y días de descanso era precisamente en la farmacia; aquí platicaba con mi madre por muchas horas, con mi padre y hermanos, atendía a los clientes, veía pasar a amigos y personas conocidas a quienes tanto añoraba estando fuera.

Aprendí a hacer de todo, casi de todo, lo que se preparaba en una farmacia de esa época. Incluyendo “papeles”, así se les llamaba a las dosis de algunos medicamentos que se entregaban a los clientes que los médicos les prescribían; “capsulas” cuando ya hubo capsulas hechas de gelatina dentro de las cuales se ponían en polvo los medicamentos preparados; emulsiones, pomadas, ungüentos y muchas otras cosas. Aprendí a medir volúmenes y densidades, a pesar usando balanza de precisión y báscula; aprendí a mezclar y moler usando morteros. Aprendí a diferenciar sustancias por su color y olor, así como sus propiedades. Mis papás se sabían prácticamente de memoria todas las propiedades curativas de las sustancias activas, las cuales se almacenaban en la rebotica en frascos con su respectiva etiqueta, hasta hace unos años todavía quedaban unos cuantos en la rebotica y la bodega pero ya se perdieron. Aun conservo unas cuantas cosas, incluyendo un mortero que tengo cerca de mí. También aprendí a inyectar usando el ingenioso método de la toronja (por tener una forma y tamaño parecido al glúteo y la gruesa cascara también daba una sensación parecida a la que siente cuando realmente se atraviesa la piel y el músculo) aunque en realidad nunca he aplicado inyecciones.

En la rebotica mi padre preparaba las demostraciones que hacía en sus clases como maestro de Física de secundaria y preparatoria. Allí tuve a mi alcance esas cajas que traían todo lo necesario para hacer experimentos de diferentes temas (Óptica, Calor, Mecánica, Electricidad). Mi padre montaba todo primero en la farmacia antes de presentárselo a sus alumnos en la escuela y si yo estaba en ese momento, siempre le ayudaba. Además en la rebotica mi papá recibía a sus alumnos para explicarles algún tema o resolverles alguna duda, allí tenía todo: Libros, pizarrón, juego de geometría.

El mostrador de la farmacia era mi mesa de trabajo y mesa de juegos, de muchos juegos de los cuales platicaré en una próxima entrega. En ese mostrador leí en el periódico que la convocatoria para ingresar a la Universidad Autónoma Metropolitana estaba abierta, gracias a que todos los días se compraba un periódico local y uno nacional, lo cual resultó ser muy importante en mi vida pero esa historia también viene después.

Aquí también recibí los castigos propios de un niño pero con instrumentos de tortura propios de una farmacia. En particular recuerdo que algunas veces me tocó, en lugar de cinturón, una pequeña dosis con la manguera que se usaba para conectar el depósito y la cánula que se utilizaba en el equipo para realizar lavados intestinales y vaginales; un manguerazo duele y arde bastante, créanme. Cuando desesperaba a mi mamá (y yo creo que cuando le respondía) me tocaba una dosis de Acíbar el cual es muy amargo; una pasadita en la boca es más que suficiente incluso para provocar vómito. Si algo tenía mi mamá es que sus amenazas las cumplía. Por otra parte cuando nos enfermábamos o mis papás sentían que algo me podía ayudar para una mejor salud, me tocaba una inyección, afortunadamente mi papá tuvo “muy buena mano”.

Durante muchos años las farmacias estaban obligadas a dar servicio nocturno obligatorio de acuerdo a un rol mensual que publicaba la Secretaría de Salud conjuntamente, creo, con el Municipio. Aunque las cortinas se cerraban, se tenía la obligación de abrirle a cualquier persona que tocara la ventana a cualquier hora de la noche y madrugada, así que algunas veces nos tocaba dormir en la rebotica. Primero se dejaba prendido un foco rojo (similar a otras casas non santas) y posteriormente se dejaba prendido toda la noche un anuncio luminoso de “servicio nocturno”.

Recuerdo que cuando iba en la primaria, quizá en quinto o sexto año, mis papás tuvieron la genial idea de ofrecer entrega a domicilio cuando ya hubo teléfono; y el repartidor designado, sin previa consulta, fui yo. Así que un día llegó una canastilla metálica que se podía fijar sobre el eje de la rueda delantera de mi bicicleta y mi papá ni tardo ni perezoso se la puso y a partir de ese día comencé a entregar pedidos.

Para poder operar una farmacia de primera clase, como se clasificaban antes, se requería una Licencia que se otorgaba solo si el Responsable era farmacéutico, como mi papá; luego se fueron modificando los requisitos para otorgar la Licencia hasta llegar una época en la que no solo el Responsable tenía que ser farmacéutico sino que también la persona que dispensaba los medicamentos o pasar un examen si no lo era. Ese momento fue muy estresante para mi madre pues al estar ella de tiempo completo en la farmacia y no tener algún título universitario la obligaba a presentar un examen en las oficinas de la Secretaría de Salud de Oaxaca. El día que se presentó en esas oficinas y la reconocieron, en lugar de examen solo le pidieron que llenara algunos formatos con su nombre y otros datos porque las personas responsables de examinarla le dijeron: “Doña Beatriz, ¿cómo le vamos a hacer un examen?, si usted sabe más que nosotros.” Sin duda fue un reconocimiento para mi madre por su trabajo en la farmacia durante toda su vida. Por esto y muchas otras cosas más, me siento muy orgulloso de ella.

A la muerte de mi padre en agosto del 2009 (poco más de un año y medio después de la partida de mi madre) y ya estando yo de regreso en Oaxaca, los últimos tres años, del 2009 al 2012 atendí la farmacia para lo cual fue necesario que tomara un curso como Dispensador de Medicamentos y mi hermano Jesús fungió como Responsable (actualmente ya se permite que médicos lo sean). Intentamos todo lo que estuvo a nuestro alcance para tratar de rescatarla, combinando nuestra experiencia de haber crecido en ella, él como médico y yo con mi experiencia como administrador y consultor. Nada sirvió, el embate de las grandes cadenas, el gran espectro de productos (desde similares, genéricos intercambiables, marcas propias, marcas intermedias, marcas caras) que existen actualmente y un mercado deprimido hizo imposible mantenerla abierta.

En el año dos mil doce, después de cincuenta y cinco años, tuvimos que tomar la difícil decisión de cerrarla y bajar por última vez las cortinas. Personalmente nunca había contemplado esta posibilidad y resultó ser un proceso difícil que se juntó con procesos de duelo que seguían inconclusos, agravado porque poco tiempo después me enteré que mi segundo hermano había vendido ese predio.

Aquí aprendí grandes lecciones de mis papás que marcaron mi conducta como adulto, no con rollos y sermones sino mediante el ejemplo de su actuación diaria. La farmacia se abría durante muchos años catorce o más horas ¡todos los días!, solo se cerraba en una cuantas fechas del calendario católico (Viernes Santo o Navidad, por ejemplo). Sin duda esto tuvo un efecto negativo en la salud de mi madre que padeció de varices en sus piernas y, aunque nadie me lo ha confirmado, creo que respirar polvo por más de cincuenta años todos los días, afectó también sus pulmones. Nunca vi que dieran un gramo o un centímetro cúbico de menos, nunca una pastilla de menos o una dosis menor. La discreción y confidencialidad de los pacientes nunca fue puesta en riesgo, lo cual era extremadamente importante pues es evidente que al saber para qué sirve lo que se les prescribe se puede deducir qué padecimiento tiene. Como diría, creo, mi maestro Dionisito –así le gustaba que le dijeran- en el ITAM: “los valores y la forma de hacer negocios se maman.”

Hoy, me siento agradecido por todo lo que nos proveyó la farmacia, de haber crecido en ella, por lo mucho que aprendí y me divertí, todo el tiempo que pasé allí con mis papás y hermanos y familiares y amigos, y la satisfacción de haber servido a muchísimos pacientes y contribuir en algo a su salud y una mejor calidad de vida. Mi madre decía que la Virgen de Nuestra Señora de Los Remedios siempre nos protegía y ahora, cada vez más viejo, no lo dudo aunque también la perseverancia y disciplina de mis papás fue igualmente importante.

Época / año: Toda mi vida
Nombres: [El nieto de doña Rebequita, Negro Santo, Gerardo, Lalo, Lalito, Farmacéutico, chuchín y chuchito]

Dr. Puck
febrero 5, 2017

Un comentario en “Mi querida farmacia

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